El primer trabajo como realizador de Aaron Sorkin, uno de los guionistas más prestigiosos del cine actual, dramaturgo de origen y responsable de guiones tan excelsos como el de La Red Social de David Fincher, sorprende en su traspaso tras las cámaras, demostrando una habilidad más que para la puesta en escena e imprimir de un toque personal su mirada, en la labor de un montaje vibrante que entrega a la obra un ritmo, por lo menos en sus dos primeros actos, endiablado.
La historia real de Molly Bloom -una ex-atleta y niña prodigio que abandonó todo por hacerse a si misma desarrollando timbas ilegales de poker entre la flor y nata de Hollywood, empresarios de éxito y mafiosos rusos- le sirve a Sorkin de excusa para entregar un trabajo, que más allá del ruido y las luces del exceso que atrapa al espectador en sus primeros compases, gracias de nuevo a un excelente trabajo de montaje que representa la agilidad y el ritmo endiablado de la mente de una Molly Bloom espléndidamente representada por una soberbia y atractiva Jessica Chastain, nos habla sobre la difícil relación entre padres e hijos y las consecuencias de ello.
Es ahí quizás donde la película tropieza en hueso. Porque si su relación con el que es su nueva figura paterna, el abogado interpretado por Idris Elba, entrega los mejores momentos del Sorkin guionista, con diálogos ágiles y certeros, la relación con su padre biológico, interpretado por un Costner que se está habituando a su papel como padre castrante, no es resuelto con la brillantez esperada y nos entrega al Sorkin más dogmatizante. Ese es el gran error de la obra, al aleccionarnos Sorkin en su último acto y no dejando al espectador que los matices y las interpretaciones salgan del propio espectador, como si hicieron Sorkin y Fincher en la magistral La Red Social. Esto provoca a su vez, que el ritmo de la obra languidezca en sus compases finales, no consiguiendo rematar un trabajo que hasta ese momento podía calificarse de sobresaliente.
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