Las pulsiones sexuales. El despertar del deseo, de la libido. El impulso irrefrenable de un deseo que no puede parar, más allá de convenciones sociales, familiares o ideológicas. De eso trata el cine de Luca Guadagnino y de eso habla en su trilogía de el deseo, que comenzó en 2009 con Yo soy el amor, continuando con Cegados por el sol en el año 2015 y culminando con Call me by your name, quizás el título donde las intenciones y los resultados del director italiano consiguen fundirse entregando su trabajo más memorable.
Y si en Yo soy el amor, el eco de Antonioni se vislumbraba a través de unos individuos encorsetados en una Milán teñida de un grisáceo invierno, contrastando con el artificial calor de una mansión familiar con ecos de Visconti y en Cegados por el sol, el entorno idílico sugería la amenaza en la sombra en un relato gótico acerca de una estrella del rock que lucha contra sus adicciones, tanto emocionales como físicas, sugiriéndonos ecos del Bertolucci de Belleza Robada, Call me by your name se sumerge en el ambiente y tono rohmeriano de su serie de las cuatro estaciones, para entregar una obra que transpira los olores, los aromas de la región italiana en la que transcurre la obra, plásticamente cercana a las sensaciones del Verano 1993 de Carla Simón, que al igual que esta, en su apariencia sencilla, oculta una obra de profundas sensaciones en el marco de una puesta en escena orgánica.
Lo que diferencia y eleva a Call me by your name sobre sus dos anteriores trabajos, es que si en la dos anteriores, Guadadigno se servía del melodrama en la primera y el thriller en la segunda, para entregar dos obras donde el deseo creaba monstruos, en este nuevo título, el deseo, el despertar sexual y el paso de la inocencia infantil a la pubertad, sin ocultar el dolor de sus personajes -asombroso el plano fijo con el que se cierra la obra- no se hunde en los caminos del melodrama, sino que representa el dolor y el sufrimiento, como parte del crecimiento personal de cada individuo.
Guadadigno, cuya mirada embellece y realza no solo el atmosférico e idílico entorno donde se desarrolla la obra, sino también a unos personajes tremendamente humanos y falibles, los cuales descubren que aquello que desean puede que no sea lo habitual y lo más común, aunque si lo más reconfortante- dentro de los estándares burgueses entre los que se mueven siempre las criaturas de Guadadigno. Pero aunque deban dejar cadáveres por el camino para alcanzar sus sueños y cumplir ese deseo irrefrenable que les paraliza la existencia, aquí los cadáveres son simbólicos y no físicos y donde al igual que de nuevo en Verano de 1993, la sensación de tragedia inmediata ronda la mente del espectador a lo largo de un metraje donde brillan con luz propia la pareja protagonista, Timothée Chalamet y Arnie Harmer, descolocan a un espectador que se deja llevar desde los primeros minutos de un metraje en la búsqueda de la identidad y la culminación de un deseo, que como en la realidad y toda la obra de Guadadigno ocurre de casualidad y cuando nadie se lo espera, rematando una obra donde la sexualidad es algo tan natural como un paseo por el parque, y donde la juventud, el deseo, el sexo y el disfrute en general de la vida, se plasma en una pantalla que no necesita de Odorama para trasladar al espectador a un entorno donde las texturas, olores y matices impregnan al público a lo largo de dos horas diez minutos que pasan como un suspiro, pero que acompañarán al público mucho tiempo después de que su visionado haya terminado.
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