El cine es el arte del engaño y la representación, haciendo creer al espectador a través de dos horas de proyección, que aquello que está observando es la “realidad”. El biopic, es decir, el traspaso a la pantalla de una figura histórica, ya sea Jim Morrison, Ghandi, Oskar Schindler o Jackie Kennedy, rodea al trabajo de una aureola de realidad, de que aquello ocurrió tal cual es proyectado en la pantalla. Es un acuerdo tácito entre realizador y espectador, que da como resultado una tergiversación y manipulación de la realidad, consiguiendo incluso que las formas entre representador y representado se diluyan.
Mathieu Amalric, director de Bárbara, da un salto al vacío con una nueva manera de trasladar a la pantalla la biografía de Barbara, una chanteuse francesa que consiguió convertirse en referente de una nueva generación de cantantes, dentro del movimiento Nouvelle Chanson. La forma, romper el artificio en la propia ficción proyectada ante el espectador y convertir la obra en un ejercicio metalingüístico, donde el director enseña las tripas de su adaptación de la vida de la cantante, su obsesión hacía ella y los motivos por los que realiza la obra.
No es casualidad que el primer plano de una obra tan interesante en principio, como irregular en su resultado final, nos descubra el reflejo en la superficie del piano de la cantante: original y representación. Un juego de espejos que oscila entre lo memorable -la interpretación de Jeanne Balibar- y lo repetitivo, una vez el truco es presentado sin trampa ni cartón ante el espectador, Amalric, al igual que su representación en el filme, no sabe transmitir al espectador aquello que está intentando formular a través de sus imágenes, quedando un filme irregular que no se define ni como ejercicio metalingüístico, ni como biopic, ni como reflejo de las obsesiones del creador, finalmente fallando en cada una de sus partes.
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