A lo largo de toda su carrera, Robert Guédiguian ha basado su filmografía en las vicisitudes de las relaciones familiares y generacionales, en concreto las relacionadas entre padres e hijos y los conflictos sociales relacionados con la lucha de clases, sobre todo esas revoluciones socialistas de la Francia de Mayo del 68 y las consecuencias de la misma.
En su nuevo trabajo, La casa junto al mar (La villa), Guédiguian aúna los aciertos y los temas de trabajos previos como Lady Jane (2008), Mi padre es ingeniero (Mon père est ingénieur, 2004) o Las nieves del Kilimanjaro (Les neiges du Kilimandjaro, 2011) , para situarnos de nuevo en los conflictos generacionales y los nuevos retos de una Francia que tiene que lidiar, además de con una crisis económica que sigue dejando cadáveres, literales y simbólicos, por el camino, con la paranoia terrorista y el miedo al inmigrante.
Pero Guédiguian lo plasma a través de una bella y optimista historia, no carente de elementos desgarradores, donde unos hermanos vuelven a reunirse tras años separados por la enfermedad de su progenitor. El domicilio familiar de una familia que oscila entre la lucha obrera y su transformación en la misma burguesía que ellos mismos rechazaron en el pasado, le sirve al director, mediante una puesta en escena que de nuevo recuerda al cine de Eric Rohmer en su aparente pureza y sencillez formal, para ahondar en el perdón y la solidaridad como único método para sobrevivir en una sociedad cada vez más depredadora e inhumana, rodeado de nuevo por su elenco de actores fetiche, unos diálogos y situaciones tan inteligentes como frescos y una historia que alcanza el corazón del espectador y le hace mirarse en un espejo tan real y cuestionarse aquellas preguntas que la cinta propone, de una manera directa, sencilla y noble.
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