Una de mis grandes asignaturas pendientes era la lectura de Miracleman de Alan Moore. Uno de esos tebeos míticos, que tuve la suerte de leer sus dos o tres primeros ejemplares a finales de los años 80, pero que no pude leer más, seguramente por la falta de presupuesto. Posteriormente, y a lo largo de casi tres décadas, los problemas de derechos hizo imposible el conseguir alguna edición a un precio medianamente razonable.
Y aunque hace un par de años ya hablé del primer volumen que contenía la primera etapa del personaje publicado por Warrior entre los años 1982 y 1984, la excesivamente cara edición que ha publicado Marvel Comics entre los años 2014 y 2015 ha hecho que hacerme con los tres volúmenes se haya ido postergando en el tiempo, pero que me ha servido para leerme esos dieciséis números míticos de una sentada.
Su absorbente lectura me ha dejado claro muchas cosas. La primera, que Alan Moore ha sido un talento sobrehumano desde sus inicios, porque la osadía, inventiva y pasos de gigantes que estos dieciséis tebeos atesoran están a años luz de lo que se publicaba en el género en esos años. Lo segundo, que leerlo en el año 2016 no provoca la misma impresión que si lo leyeras con las virginales mentes de los lectores de los años 80.
Porque la aparición de dicho tebeo en dicha época fue un golpe en la mesa hacia un género que tuvo un antes y un después tras la aparición de esta obra. Cierto es que su aparición en el mercado americano fue posterior, en concreto entre los años 1986 y 1989, gracias a la extinta editorial Eclipse, siendo contemporánea tanto de obras del propio Moore como Watchmen o su Cosa del Pantano, como de otras revoluciones similares como el Dark Knight de Miller o el Animal Man de Grant Morrison u otros trabajos menos conocidos pero tan fundamentales como la trilogía de Rick Veitch compuesta por El Uno, Maximortal y Niñatos.
Pero lo que nadie le puede quitar a Moore es que fue el primer autor que supo mirar más allá del género, retorciendo la supuesta inocencia de sus orígenes y plasmando certeramente los preceptos del Superhombre Nietzchiano en las páginas de lo que hasta ese momento era el entretenimiento de niños asociales y adultos con problemas de crecimiento.
Moore nos arrastra a través de unas 450 páginas que comienzan en los naive años 50, lugar de donde proviene el personaje original, un refrito del Capitán Marvel de Whiz Comics y que Mick Anglo traslado a una Inglaterra donde la globalización era un concepto todavía por conocer. A través de las inocentes y surrealistas aventuras de la Familia Milagro, Moore construye un entramado donde las conspiraciones gubernamentales, la concepción del universo y las diferencias entre Dioses y Hombres.
De la inocencia corrompida, tema que Moore trata en los dos primeros volúmenes, "Un Sueño de Volar" y "El Síndrome del Rey Rojo" pasamos al Ragnarok y posterior utopía con el que culmina el tercer y mejor volumen de su etapa "Olimpo". Pero Moore no lo pone fácil al lector y es la obra donde comenzamos a vislumbrar las retorcidas y brillantes estructuras argumentales por las que es alabado el escritor inglés, siendo sus máximos exponentes Watchmen, From Hell o Promethea.
Moore destruye hasta sus cimientos un subgénero para tras sus cenizas reales y metafóricas, reconstruir y elevar a unos seres que se intentaron humanizar pero que para Moore no son más que las representaciones contemporáneas de los antiguos Dioses y Mitos. Y como esos antiguos Dioses y Mitos, estos seres sobrehumanos están muy por encima de los meros mortales, convirtiéndose en algo más que meros vigilantes y justicieros, transformando no solo su propia esencia, sino a la humanidad y el mundo que les rodea.
Hablaba anteriormente de que Miracleman puede ser la obra más importante de su autor, pero no la mejor. La razón, que aquí están todas las bases de la obra de Moore, con sus estructuras magistrales y su redondez narrativa a prueba de bombas, además de que apunta los temas que tratará con mayor efectividad y claridad narrativa en trabajos como Watchmen o Promethea. Pero en su inexperiencia y juventud, también nos entrega al lado de pasajes francamente apasionantes, momentos cuya lectura se hace excesivamente ardua, debido a la gran cantidad de elementos que quiere trasladar a los lectores dentro de las limitaciones de los relatos publicados en dicha época.
Esos defectos menores no hacen daño a un trabajo cuyo mayor halago es que no se ha quedado en absoluto anticuado. Ni los acertados guiones y conceptos de Moore, ni mucho menos el trabajo gráfico de los artistas que colaboraron con Moore, destacando sobre todos ellos Garry Leach y John Totleben. El primero, un artista inglés cuyo talento no está reconocido lo suficiente, aporta a las primeras entregas un arte detallado, tridimensional y muy alejado a lo que estábamos acostumbrados por aquel entonces, consiguiendo que las viñetas, el mundo y los personajes, traspasaran el papel impreso.
En un estilo radicalmente opuesto, pero igualmente efectivo está el arte de John Totleben, el cual también acompañó a Moore en los mejores ejemplares de su Cosa del Pantano. Su estilo es turbio, cargado de atmósfera, un autor que crea un ambiente absolutamente pesadillesco pero a la vez tremendamente real, capaz de conseguir que un escalofrío te recorra la espina dorsal y sus imágenes permanezcan en tu retina y tu memoria durante toda tu vida, por supuesto sin olvidar su extraordinario planteamiento visual, entregando composiciones de páginas que van desde Winsor McCay a El Bosco.
En definitiva, una obra imprescindible para todo lector de cómics. Un trabajo visionario de un joven autor que nos ha dado a lo largo de cuatro décadas algunos de los mejores tebeos de la historia del medio. Un tratado sobre el poder absoluto, lo que nos hace humanos y nuestro orden social que todo lector debe atesorar en su biblioteca en un lugar especial.
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