En 1995, los aficionados al anime fuimos testigos de uno de los grandes hitos del medio, Ghost in the Shell, adaptación del manga de Masamune Shirow, de la mano de Mamoru Oshii y que sorprendió tanto a los aficionados a la animación oriental como a los seguidores del cyberpunk de William Gibson y su Neuromante, ya que Ghost in the Shell fue la primera película que supo trasladar los conceptos y la estética de Gibson a la pantalla.
Ghost in the Shell fue un hito tanto por su puesta en escena y unas escenas de acción que quitaban el hipo, como por su discurso sobre la realidad y lo que nos hace humanos, ha influido en la ciencia ficción a partir de entonces, por ejemplo en la archifamosa Matrix.
10 años después, Oshii volvió al universo de Ghost in the Shell con su secuela, Innocence, donde el protagonismo de la teniente Motoko Kusanagi era cedido a Batou, su compañero de andanzas en la película original, aunque la presencia de la Mayor Kusanagi sobrevolaba una secuela muy diferente en forma y fondo a la original y donde los conceptos filosóficos preponderaban sobre la acción.
Y llegamos al 2017, con una adaptación en imagen real que ha estado rodeada de polémica por un casting occidental que ha provocado las iras de los aficionados a la obra original y que tiene que demostrar que es algo más que una traslación estilísticamente milimétrica pero vacía de contenido de la obra original.
Una vez vista, el resultado es correcto sin aspavientos. Visualmente es impactante y elegante y Scarlett Johansson funciona como la Mayor, al igual que el resto del reparto. La historia es en líneas generales el anime original con visos sobre todo estéticos de su secuela Innocence. El problema, que se queda en tierra de nadie, ya que no es la película de acción que puede esperar el público de multisala y que convierte películas en taquillazos y su ritmo pausado puede adormecer a las hordas de centro comercial y por otra parte, pasa de puntillas por los conceptos filosóficos que inundan la obra original, convirtiendo una historia que se fundamenta en lo que es la realidad y lo que nos hace humanos, en una historia de secuestro y robo de identidad, con su consiguiente venganza que funciona a medio gas y que se convierte en algo más tópico, menos profundo y con menos matices.
En resumen, una película que es una golosina visual, que adapta y occidentaliza una obra profundamente oriental, diferente a lo que se espera de una gran superproducción, que se queda entre dos mundos, y que pasa por la temática cyberpunk más de manera visual que conceptual, pero que no es el desastre que todo el mundo anticipaba sino una nueva intentona de adaptar una obra japonesa, su lenguaje y su forma y fondo a unas audiencias occidentales que recibirán de manera algo fría un trabajo estimable pero que se queda por debajo de lo que podría haber sido.
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