31 de octubre de 2018

La Noche de Halloween de David Gordon Green: Vaciando y desnudando el slasher
























Cuarenta años han pasado desde que John Carpenter cambiara el terror norteamericano y el término slasher inundara el género de terror hasta nuestros días. El medio para conseguirlo fue reinterpretar las formas y maneras del giallo italiano con la idiosincrasia del american way of life de capa caída post-Nixon y post-Vietnam. Así, de las clases altas y la rancia aristocracia proveniente del viejo continente, el género mutó a las tranquilas avenidas y localidades de la clase media norteamericana que acabaría convirtiéndose en espejo y reflejo del mundo occidental. Además, Carpenter le sumó a las perspectivas subjetivas del cine giallo el uso de largos y parsimoniosos planos secuencia de una película que hizo de la sutileza y el tempo pausado el arma más mortífera para aterrorizar a toda una generación de espectadores. La cinta no solo creó un sub-género sino toda una franquicia que dio lugar a una gran cantidad de secuelas aparecidas a lo largo de las siguientes décadas e incluso a un atrevido reboot que dio pie a dos películas de un incomprendido Rob Zombie.

Ahora en 2018 vuelve Halloween sin aditivos. Una reformulación de la cinta original, homenaje a la misma y también secuela. En el fondo, un ejercicio parecido al elaborado por J.J. Abrams con el universo galáctico lucasiano, con el mismo respeto y sumisión pero con una mayor inteligencia. El encargado del proyecto, David Gordon Green, entrega un bello y reverencial homenaje a la cinta original, sobre todo en el arco central del mismo, con idénticas herramientas que el propio Carpenter. Pero aunque la cinta en ese arco central quede lastrada por su sumisión en la forma hacia la cinta original, apunta en este arco ideas y conceptos sugerentes que consiguen elevarla del mero calco/homenaje que inunda la cinematografía blockbusteriana contemporánea. Ejemplo de ello es la conversión especular entre víctima y verdugo, entre Laurie, el personaje interpretado por Jamie Lee Curtis y Michael Myers, el asesino kabuki. Green sitúa argumental y formalmente a Laurie en el lugar que Myers era situado por Carpenter en la obra original, entregando no solo un guiño al aficionado y seguidor fiel de la saga, sino que a su vez introduce en el subtexto de unos personajes que son meros arquetipos, unas capas de profundidad -las justas eso sí- como para que la cinta tenga entidad por si misma y a su vez, adelantando con esas decisiones estilísticas el desarrollo argumental por el que discurrirá la cinta. 






Pero todos estos elementos tan artísticos como comerciales dejan un cadáver por el camino: el primer acto de la obra. Un punto de partida donde la saga abre sus horizontes, con la aparición del asilo donde está internado Michael y la aparición de un grupo de periodistas que bien podrían haber salido de una cinta de David Fincher -entroncando la obra con propuestas contemporáneas más complejas como Zodiac o el serial Mindhunters- pero que le sirven a Green para incluso ofrecer una crítica al trabajo de Zombie, en concreto su primera entrega de Halloween. La profundización en los arquetipos y la obsesión por las historias de origen de unos personajes que funcionan cuanto menos se sepan de ellos están abocadas al fracaso, ya que como bien refleja la magnífica escena que transcurre en la estación de servicio, en el vaciado y la sencillez está el éxito: a Michael Myers solo le hace falta su rostro impávido y anónimo y un mono de obra azul. El resto es accesorio.

25 de octubre de 2018

Patrulla X Roja de Tom Taylor y Mahmud Asrar: Intolerancia contemporánea



Tras los mediocres resultados de las nuevas iteraciones mutantes conformadas por Patrulla X Oro y Patrulla X Azul, llega la tercera serie regular que conforma las nuevas series principales del maltratado cosmos mutante: Patrulla X Rojo. Esta nueva serie, guionizada por Tom Taylor e ilustrada, al menos en su primer arco argumental, por el dibujante Mahmud Asrar, surge como reintroducción de la nuevamente resucitada Jean Grey, tras la irregular miniserie aparecida previamente titulada La Resurrección de Fénix guionizada por Mathew Rosenberg e ilustrada por un conjunto de dibujantes entre los que encuentran Leinil Francis Yu o Carlos Pacheco. Afortunadamente, Patrulla X Roja, aunque no puede considerarse por el momento un título imprescindible de la Marvel actual, si que consigue, en sus primeros compases, situarse, al igual que La Increíble Patrulla X de Charles Soule, muy por encima de lo realizado con los hijos del átomo en los últimos tiempos. 






Partiendo de la base de la idea de Claremont de servir como metáfora y magnificación de las cuestiones sociológicas y políticas existentes en el mundo contemporáneo, este regreso de Jean Grey sitúa al icono en un universo Marvel muy cercano a la realidad contemporánea, donde los conflictos de raza y la intolerancia exacerbada por una ultra-derecha emergente, están consiguiendo deshacer todo el camino andado en la lucha por las libertades. A partir de ese contexto sociocultural, necesario en los tiempos vividos, Taylor conforma un equipo mutante que sirve como nexo entre pasado y presente -no es casual que el arranque del serial comience de idéntica manera que el clásico Giant Size X-Men 1 que iniciaba la gran etapa de gloria de los personajes- donde podemos encontrarnos caras tan míticas como la mencionada Jean Grey o Rondador Nocturno junto a personajes de nueva hornada tales como Lobezna y Gabby, salidas de la serie de la primera y cuyo destino lo ha dirigido Tom Taylor. A su vez, Taylor, acostumbrado a lidiar con un universo completo como puede verse en su Injustice para DC Comics, acerca a los últimamente escindidos mutantes al conjunto del universo Marvel con la introducción de Namor y Pantera Negra y sus respectivos entornos y ecosistemas. 






Este equilibrio entre pasado y presente se sustenta con la introducción de un personaje que no proviene ni del añorado pretérito ni del más inmediato presente, sino de la innovadora y revolucionaria etapa de Grant Morrison que apareció en los albores del siglo XXI, Cassandra Nova. Némesis y reverso tenebroso del Profesor Xavier -su hermana gemela- que aquí es la incitadora de una semilla de la discordia que lamentablemente surge con fuerza de manera cíclica en la historia de la humanidad. Pero más allá de las disquisiciones socio-culturales que sirven como marco y punto de partida del relato, Taylor y Asrar entregan al lector contemporáneo un tebeo ágil y enérgico que sustenta su efectividad con un pie en el pasado pero agarrándose con fuerza a la actualidad contemporánea. 




23 de octubre de 2018

Mata Hari de Emma Beeby, Ariela Kristantina y Pat Masioni: Del mito a la realidad


























El nombre de Mata Hari evoca en primera instancia las convenciones que han sido siempre asociadas a la figura de la femme fatale. Incluso en el imaginario colectivo podría ser la precursora de dicho mito. La mujer voluptuosa, elegante, seductora, que utiliza su sexualidad para conseguir sus objetivos, casualmente malignos. Un estereotipo que ha ido transmitiéndose generación a generación. Estereotipos promovidos por una cultura heteropatriarcal que sigue intentando, ya sea consciente o inconscientemente, dividir a la figura femenina entre santas y putas. 






Mata Hari, la miniserie más interesante de la primera hornada de títulos salidos del nuevo sello de Dark Horse Comics, Berger Books y que busca la experimentación y la calidad de los primeros títulos del sello Vertigo -la línea se llama así porque la editora jefe de la línea es la gran Karen Berger- es una inteligente reivindicación del mito de Mata Hari, donde la guionista Emma Reeby, a través de las últimas horas de vida de la supuesta espía, viaja hacia atrás y hacia delante en el tiempo para reconstruir en escasos cinco comic-books las múltiples contradicciones de la vida de una de las figuras femeninas más oscuras y a la vez fascinantes del imaginario del siglo XX. Ese constante viaje en el tiempo potencia la narrativa, ya que los contrastes y símiles entre lo que acontece en el presente y lo ocurrido en el pretérito, ayudan a aportarle más fuerza al relato. 






A su vez, el arte de Ariela Kristantina, heredera del trazo etéreo y delicado de maestros como Michael Kaluta o P. Craig Russell, transporta al lector a principios del siglo XX, lugar donde la obra, de tonos ocres y dorados mérito del color de Pat Masioni, se da la mano con los artistas del período y el movimiento art decó para, a través de un arte que denota misterio y sensualidad, utilizar las mismas armas de seducción de la leyenda para entregar un relato de reivindicación y contraposición con aquello que creíamos obvio y cristalino.

18 de octubre de 2018

The Terrifics de Jeff Lemire: Recuperando el espíritu de la primera familia






















Entre la multitud de títulos salidos del final del evento Metal de Scott Snyder -bajo el sello The New Age of Heroes- un título sobresale por el resto: The Terrifics. Un tebeo que consigue emular y transmitir las sensaciones ya casi olvidadas de como eran los tebeos de los años 70 y 80, sin ser un mero pastiche de los referenciados. El triunfo hay que reconocérselo a Jeff Lemire que vive una nueva edad de oro gracias a su excelente Black Hammer bajo el sello Dark Horse y que vuelve de nuevo al universo DC tras su escasamente brillante trabajo durante The New 52






Lemire emula el sense of wonder de Los 4 Fantásticos tanto de Lee y Kirby como sobre todo de John Byrne con un supergrupo de personajes unidos a su pesar y formado por personajes tan infrautilizados como Plastic Man, Mr Terrific, Metamorpho y un personaje de nuevo cuño, Phantom Girl, tan interesante como carismática. Esta entente de héroes le sirven a Lemire para ofrecer un sentido homenaje a una edad dorada y perdida del cómic book, donde era posible entregar un trabajo sólido y adictivo más allá de eventos multitudinarios y molestos crossovers. Así, libre de de las ataduras de la mal entendida continuidad y universalidad de estos mundos de ficción corporativos, Lemire tiene la libertad para ofrecer una serie modesta que es capaz de equilibrar las grandes aventuras cósmicas con una construcción de personajes donde las interacciones entre los mismos y los problemas asociados a dichas relaciones, otorgan al relato los mejores y más inspirados momentos del serial. 






Lemire consigue que cada uno de los personajes, ya sean principales o secundarios, tengan su razón de ser dentro de la narrativa central. Todo ello sin necesidad de infinitos arcos argumentales, entregando tramas principales que se resuelven en dos o tres ejemplares máximo -rompiendo la regla del futurible paperback- sin olvidar que existe una trama global que se va desarrollando de manera firme pero pausada a lo largo de los seis primeros ejemplares de la colección y que seguramente no será del agrado del genio de Northampton.

En cuanto a su apartado gráfico, la serie arranca fuerte en sus tres primeros ejemplares. Nada más y nada menos que Ivan Reis que complementa perfectamente los guiones de Lemire, bordando tanto los momentos más espectaculares y bigger than life de escala cósmica, como las pequeñas interacciones interpersonales de los protagonistas. Su marcha al Superman de Brian Michael Bendis es paliada por un atractivo trabajo de Doc Shaner, completamente opuesto en sus formas y estilo al de Reis y al algo menor Joe Bennet que pretende igualar las habilidades de Reis sin conseguirlo. Pero en honor a la verdad, la habilidad de Lemire como guionista consigue que aún con el baile de dibujantes, la serie mantenga una unidad narrativa. 






En definitiva, uno de los tebeos más frescos de la nueva DC, quizá algo enterrado bajo la gran cantidad de bombazos y títulos estrella que este último año está entregando la anciana editorial, pero que bien merece un lugar en la biblioteca de cualquier buen aficionado.

15 de octubre de 2018

La casa del reloj en la pared de Eli Roth: De Gordon Lewis a William Castle




























De émulo del espíritu exploitation de Herschell Gordon Lewis (2000 maníacos y padre del gore) con Hostel y su secuela, heredero o imitador del gore cartoon de Sam Raimi (trilogía Evil Dead) con Cabin Fever o replicador de algunas de las peores decisiones del género terrorífico como fue Holocausto canibal de Joe D’amato en Green Inferno, Eli Roth se adentra en los senderos del cine de terror/fantástico familiar con La casa del reloj en la pared, primera adaptación de una serie de libros juveniles aparecidos en los años 70, de la mano de Steven Spielberg y su sello Amblin. El resultado, una cinta que bebe del espíritu gamberro del mejor Joe Dante e incluso del gótico posmoderno de Tim Burton, entregando el mejor trabajo de su director que se deja ver con agrado pero que por supuesto no deja ningún poso en el espectador, una vez finalizada su proyección. 






Lo más interesante de un trabajo que respira el tono del cine de William Castle -no debe ser casualidad que la ficción transcurra en 1955, fecha de estreno de House on Haunted Hill- es el contraste entre el goticismo clásico de la mansión que da título a la película y la América rockwelliana que rodea el exterior de la casa y que tiene como ejemplo el colegio al que acude el protagonista de la cinta, arropado por dos pesos pesados como Jack Black -cuyos excesos no se encuentran fuera de lugar en este tren de la bruja inocente- y sobre todo una carismática y espléndida Cate Blanchett que se merecía muchos más minutos de metraje. Estos elementos, más la inquietante presencia de un recuperado Kyle McLachlan, aderezado por un diseño de producción atmosférico y cuidado y un pasado que entremezcla la magia de los años 20 junto a un primer acto cuyo tempo pausado entrega los momentos más intrigantes del relato, gracias a su habilidad para pasar del terror gótico a la aventura mágica, sin perder el componente y el espíritu lúdico juguetón y gamberro, queda perjudicado por un acto final donde toda la atmósfera se pierde en pos de unos compases finales que la emparentan con el conjunto vulgar y poco inspirado del cine fast food contemporáneo.

10 de octubre de 2018

Cold War de Pawel Pawlikowski: Amargamente bella






















A partir de limitaciones auto-impuestas -una duración aparentemente escasa de ochenta y ocho minutos y el formato 1:33:1- Pawel Pawlikowski ofrece un relato conciso y aparentemente frío - como la época y la atmósfera que quiere representar- donde a través de un uso cortante y a la vez fascinante de la elipsis, transporta al espectador a una relación imposible de amor inspirada en la relación de sus progenitores. Conducida a través de distintos estados de ánimo representados no solo por la música -componente fundamental del filme que lo acaba entroncando con el género musical- sino por el entorno y la puesta en escena, que va desde las estructuras formales piramidales y simétricas que sirven como metáfora de la rigidez y asfixia del régimen comunista de la Polonia posterior a la 2º Guerra Mundial, al ritmo vibrante y caótico del París de los 50 y 60 y sus ecos de la modernidad con esa cámara inquieta que acerca al relato al espíritu de la Nouvelle Vague, Pawlikowski entrega una obra cuya aparente frialdad aloja en su interior un trabajo que se mueve más en lo sugerido y en los fueras de campo que en aquello que muestran sus poderosas y bellas imágenes. 






Porque es a través de las distancias físicas (en el plano) y psicológicas (en el relato) representadas en la puesta en escena -basadas en la mirada distanciada hacia el objeto deseado e inalcanzable- donde Pawlikowski va introduciendo la semilla de la tragedia y la emoción en una historia donde la multiplicación de espacios y estilos de vida, antagónicos los unos de los otros, enfatizados a través de un ritmo jazzístico, cortante y atrevido van conformando una telaraña de sueños e ilusiones que consiguen entretejer el espacio para una tragedia emocional que sirve tanto como reformulación de la historia de amor abocada a la tragedia sin caer en los excesos sentimentales y a su vez como marco histórico de un periodo de la historia de Polonia y la Europa dividida entre dos bloques, cuyos ecos reverberan mucho tiempo después de que el espectador abandone la oscuridad de la sala de cine.

8 de octubre de 2018

Astonishing X-Men de Charles Soule y VV.AA: Somos los mutantes. Mira que hermosos somos






















“Somos los mutantes. Mira que hermosos somos”. Una frase que define lo que significaba la Patrulla X de Chris Claremont y que se ha ido olvidando en las últimas décadas. Una definición que sale de la boca de Charles Xavier en el sexto ejemplar de Increíble Patrulla X y que resume lo que son y como debe ser representada La Patrulla X. Claremont y Byrne lo demostraron en la mejor etapa de la serie, introduciendo sutilmente el componente sexual tanto en el contexto de la historia, su imaginario, como en las relaciones entre unos personajes que descubrían su deseo sexual en el mismo momento que sus poderes se manifestaban. Elemento que la serie fue perdiendo con la progresiva asexualización de los protagonistas del serial, aunque de vez en cuando, otros autores lo entendieron, ya sea el caso de las etapas tanto de Grant Morrison como de Matt Fraction. Pero en líneas generales, Marvel eliminó ese componente sexual y seductor que diferenciaba a los mutantes de los otros grupos superheróicos pertenecientes al universo Marvel. 






Charles Soule en este nuevo serial ligeramente independiente de la continuidad principal -ligeramente porque su desenlace la integra dentro de los relatos contemporáneos de la franquicia- devuelve en esta historia dividida en dos partes ese carácter de empoderamiento sexual que exudaban los mutantes primigenios de la era Claremont. Mutantes representados gráficamente en todo su esplendor y que más allá de sus enfrentamientos superheróicos nos muestran personajes con sus dudas, sus deseos, sus pulsiones, amando y sufriendo por aquello que les remueve por dentro. Todo esto se encuentra sobre todo en la primera mitad del arco argumental, en concreto en el relato titulado “Vida de X”. En él, y apoyado por un conjunto de artistas diferente en cada ejemplar y que aportan su visión única pero a la vez complementaria del cosmos mutante -destaca en particular el ejemplar de Carlos Pacheco y su impecable narrativa- y que también, como en los mejores momentos de la franquicia, se detiene en cada uno de los personajes de la formación para desarrollar aquello que hacía diferente al serial del resto de tebeos superheróicos: sus duelos internos, sus miedos, sus esperanzas. 






Cierto es que pasada la primera mitad del arco argumental -donde Soule trae de vuelta a un temible Rey Sombra, de moda de nuevo gracias al excelente Legión televisivo- la segunda mitad del relato “Un hombre llamado X” baja ligeramente el excelente nivel de una primera mitad que se convertía en la mejor representación de la era dorada de los personajes y donde el nivel gráfico sin ser deficiente (destacan ACO y Ron Garney) no puede mirarse en igualdad de condiciones con maestros del cómic de superhéroes de la talla del ya mencionado Pacheco o Ed McGuinness, Mike Deodato o Jimmy Cheung. También en esa segunda mitad el enfrentamiento con la némesis principal -recuperado también del pasado brillante de Claremont y Byrne- discurre por lugares más comunes y la libertad como proyecto relativamente separado de la asfixiante continuidad no permita que la serie pueda volar todo lo libre que lo hizo en sus primeros compases. 






Pero en conjunto, esta Increíble Patrulla X es quizá uno de los tebeos mutantes más redondos que nos hemos podido encontrar en el último lustro. Quizá no remata y redondea lo apuntado en sus primeros compases, pero si que es el camino que los mutantes deben seguir y como deben ser representados, para que la franquicia vuelva a brillar y destacar en el maremagnum actual del cómic de superhéroes. Los personajes se lo merecen.

3 de octubre de 2018

Escuadrón Suicida vol. 2: La odisea de Nightshade. Posmodernismo inconsciente





























Tras un primer volumen donde Ostrander y McDonell sentaban las bases de lo que sería un serial tan humilde como fundamental para entender el tebeo de superhéroes de finales de los 80 como de principios de los 90, este segundo volumen integra sobre todo al Escuadrón Suicida dentro del universo DC. Así, tenemos un especial donde Ostrander se une con Paul Kuperberg y el nuevo Escuadrón Suicida se reúne por primera vez con la fallida Patrulla Condenada antes de que Grant Morrison la reactualizara y nunca pudiera volver a ser la misma. A su vez, la serie regular se integra obligatoriamente dentro del evento del año 1987, Millenium, pero Ostrander es capaz de ofrecer un tebeo que es posible ser leído de manera unitaria e incluso utilizarlo como trama a desarrollar en futuros episodios de este serial río. Es también en este volumen donde El Escuadrón tiene su primer crossover interserial, nada más y nada menos que con la LJI de Giffen y DeMatteis, la serie más importante y exitosa de dicha época y que es capaz de impregnar de humor bufo a las dramáticas y violentas aventuras del escuadrón de Amanda Waller. Es tal el grado de mimetismo con el tebeo de Giffen y DeMatteis que incluso el arte de Luke McDonnell se impregna, en el ejemplar correspondiente al Escuadrón, del estilo y espíritu de Maguire o Giffen. 






Pero más allá de integraciones editoriales y precursora del grim and gritty mal entendido de la generación Image -y que aquí contienen algunas de sus primeras apariciones, con Erik Larsen como dibujante del especial Doom Patrol Suicide Squad o el Secret Origins dedicado a Nightshade dibujado por Liefeld- el elemento más importante de esta obra es la habilidad de Ostrander de convertirla en un cajón de sastre donde todo vale y nada parece fuera de lugar. Es por ello que el Escuadrón funciona tanto como espejo de la guerra fría Reaganiana -y hay que aplaudir el valor de Ostrander de criticar al presidente de la época en un tebeo mainstream de manera tan sutil y elegante- como tebeo de superhéroes descerebrado e incluso como tebeo pre-Vertigo y sobrenatural. Es ahí donde se centra sobre todo este volumen, una saga en tres partes titulada La odisea de Nightshade donde Ostrander da muestras de su habilidad para moldear tanto tramas grupales como individuales, reflejo de ese cajón de sastre que es el Escuadrón Suicida. Un grupo multidisciplinar que aporta a su vez con cada uno de sus integrantes que el serial pueda ir saltando de géneros de manera fresca y natural. 





Gran parte del éxito de la propuesta viene de la mano del artista Luke McDonnell. Un dibujante que es posible que no sea de los primeros que vienen a la cabeza, pero que con su trazo tosco pero dinámico y una excelente visión para la planificación y la puesta en escena, es el perfecto compañero de viaje de los dinámicos y vibrantes guiones de John Ostrander. En definitiva, un tebeo honesto y directo que bien merece esta reedición y su categoría de obra de culto de la DC Comics de los años 80.
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